Trasladarse de país no es fácil. No es hacer la maleta y ¡vámonos!. Muchas horas en la cama, acostado unas y sentado en el borde otras, debatiendo los síes y los noes. En tu cabeza se mezclan las expectativas y esperanzas con los miedos y las incertidumbres. Te tortura saber que algunas cosas que dejarás atrás las vas a echar de menos y que sólo será cuestión de tiempo que te lleguen las añoranzas.

     Pero el día que te decides a hacer la maleta es como bajar por el cauce de un rio sin retorno. Ese día te montas en la canoa y te lanzas a una aventura que no sabes bien porque rumbo bajara, cuantos peligros tendrá y cómo será la meta a la que llegarás. Pero estas decidido a hacerlo. Yo lo hice y no me arrepiento.

     Junto a mis cosas de aseo, haciendo un hueco, metí en la valija mis deseos y esperanzas. Bien colocaditas para que se cumplieran al final del camino. No podría olvidarme de mis camisas preferidas ya que a algunas les tengo demasiado cariño por lo que las envolví con mis recuerdos. No quería olvidar ninguna imagen de las que me acompañaron hasta llegar a esa situación. Las fotos de mi gente viajan conmigo porque no olvidarles es una de las normas que me he marcado para el futuro. Anoche, cuando empecé a empacar y colocar, me di cuenta de que mis dudas ocupaban demasiado espacio en la maleta. Cuando fui a acomodar las ilusiones dentro ya no quedaba, prácticamente, espacio alguno. Tenía que sacar cosas. Así fue como tuve que dejar fuera muchos de mis temores que empezaron a dejar espacio a nuevos sueños.

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     Ahora que llega el momento de partir, me voy con la cabeza alta y sabiendo que tendré que afrontar nuevos retos que, por lo menos, consigan hacerme una mejor persona y, por lo obrado, dejaré una pequeña lágrima para inmortalizar lo que he vivido aquí.

TEXTO: Luis Alberto Serrano